La perra

La vi, negra como su incierta suerte. La vi, con otra a su lado. La vi, llena de llagas. La vi con los tumores y la vulva abierta, la vi con el rojo carmín floreando su piel. Lo llamé porque se supone que como los doctores hacen un juramento de salvar vidas, olvidé que en estos días aún los animales deben de pagar el precio de nacer en una clase pudiente. Él vino sin su corazón pero con el título que sostiene que es un veterinario. La observó y la culpó, me explicó de su enfermedad venérea, de su celo, de su calentura… de las hormonas y de la posibilidad que hubiese si un perro cercano estuviera la pasión lo llevaría a contagiarse. Le pregunté si ella tenía remedio o si podría curarse -como ya dije arriba su profesión y su técnico lenguaje solo me corroboraron lo del precio de nacer en la calle-. Él se fue.


Me quedé perpleja, la respuesta “quimioterapia” y “esterilizarla” me hizo sólo mandarle Metta. Debí comprarle un kilo de croquetas por lo menos sería una cosa menos por la cual preocuparse: comer es también una cuestión natural. 

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