Dos historias
I
Tohui
De
día y de noche escuchaba a Irma decir
–Escóndete
rápido-
Ella,
con escopeta en mano, vigilaba desde su ventanal las intenciones de los de
afuera, en ocasiones la espesa niebla la
hacía declinar. A mi abuelita, en cambio, se le había hecho costumbre repetir
la frase:
-“Hay
que deshacernos de ti”-
A
mí toda la situación me había agujerado el corazón y para no escucharla opté
por agudizar tanto el oído que reconocía quien entraba y quien salía de la
casa.
-¡Hija
que no entiendes! Estos tiempos no son para juegos, ya no quiero seguir
viviendo así, observada día y noche, esperando que…-
Irma
con desgano la calló
-Mamá,
ya deja de ser tan negativa-.
Mi
abuela e Irma siempre vivieron juntas, aunque eso a las dos les pesara de
manera diferente, la costumbre las hizo inseparables a tal grado que aunque se desesperaban
mutuamente ya no podían, aunque lo quisieran, distanciarse: habían llegado a
ese tiempo en el cual madre e hija viven juntas más por dependencia que por costumbre.
Los
de afuera nunca pensaron que ese día llegaría. La comida comenzó a escasear un
domingo, apenas y lo recuerdo seres como yo solemos no darle importancia a los
eventos sino a los hechos. Aún puedo recordar perfectamente la reacción de Irma:
se puso a reflexionar en medio de la cena. Ella había dado clases de economía
en la universidad durante veinte años y además tenía la costumbre de leer todos
los días los periódicos, así que sin pedirle permiso a su madre comenzó un
soliloquio.
–Los
seres humanos estamos tan habituados a ver las escenas de países del tercer
mundo que olvidaban que también nosotros lo somos, es más siempre se nos olvida
que América, iniciaba con A como África y Asia. Tres continentes regidos por la
oferta y la demanda.-
Mi
abuelita, quien veía la comida era algo pragmático, la quiso interrumpir con su
poderosa mirada pero eso a su hija ya no la intimidaba. Irma continúo hablando
-¿Qué
significaba la pobreza?, ¿a qué se refieren con que los campesinos mueren de
hambre porque solo comen fríjol, tortilla y chile?-
Mientras
ella decía eso, mi abuelita se irritaba cada vez más: recordaba cuánta hambre
había pasado durante su niñez. Le atemorizaba la idea de que eso le volviera a
suceder. Yo, ignorante de tantas cosas, sólo movía mis ojos y alzaba mis orejas.
Ha
como recuerdo, el rumor se extendió ese domingo. En los siguientes meses todo
fue diferente. Al principio muchos pensaron que era falso, que era como siempre
“puros cuentos”, los más radicales dijeron se trataba de una medida de los
gobiernos para meter miedo. En un parpadeo todo se convirtió en una lucha feroz
por la sobrevivencia.
Para
mi abuelita e Irma las cosas fueron diferentes. Ellas desde siempre habían
sembrado, creían en el autoconsumo no porque fuera una moda sino porque así
habían crecido en el rancho donde nacieron. Pero ahora no se trataba ni de
poses ni de apariencias sino de conseguir quien tuviera comida, semillas,
plantas y hasta animales criados en casas, -“Algo, aunque sea algo.”- se escuchaba
a la gente pedir.
Nosotros
tuvimos que esconder todo en un sótano: las semillas que nos habían quedado de
la última cosecha; las provisiones; las cosas no perecederas; los medicamentos
y hasta las plantas de sombra. La casa donde vivíamos era lo suficientemente grande,
en medio de ella había un patio en el que comíamos todos los días, al estar dentro
de un bosque cerrado pudimos vivir en más o menos en paz hasta aquel estallido
de hambre mundial.
La
gente robaba lo que encontraba por fuera a nuestro huerto, no se metían porque habíamos
llegado a la necesidad de disparar para resguardar lo poquito que teníamos,
pero cuando escucharon los ladridos todo se volvió una pesadilla, los de afuera
sabían que ese ruido venía de adentro. No paraban de buscar la manera de
entrar, de alguna manera intuían que sí había comida para un perro podría haber
comida para muchos más.
Irma
y mi abuelita cada vez estaban más cansadas. Vivir vigilando, cuidando,
resguardando, las agotaba. La gente no entendía que sólo era cuestión de volver
al campo para organizarse, se habían agotado los excedentes pero no la materia
prima: las semillas. Aunque claro sembrar llevaba un ciclo y lo más difícil para
una persona es saber esperar. No nos dimos cuenta pero habían hecho un hoyo por
donde entraron al patío. Antes distrajeron a Irma rompiendo, con una piedra, un
par de vidrios del frente. Cuando entraron corrieron con quién sabe cuántas
intenciones, mi abuelita salió corriendo y alcanzó a tirarles, aunque ya no pudimos
hacer nada, era demasiado tarde, me habían secuestrado.
Irma
no paraba de gritar, en el fondo, todos sabíamos cómo terminaría aquello.
Escucharon los ladridos, los aullidos agonizantes, los golpes: una gran fiesta.
A lo lejos debieron haber visto la fogata que sabíamos significaba el triunfo
de la barbarie, pero nunca imaginábamos estaban planeando algo más.
La
compasión tiene extrañas formas de manifestarse, porque al día siguiente ellas fueron
por moras silvestres. Irma, me vio a lo lejos, vio como me tenían bien amarrado.
Caminaron y se internaron en el bosque, olvidando que dejaban la casa, su
resguardo, demasiado tarde intentaron regresar, una multitud se les vino encima,
ya no pudieron hacer nada. Quedaron a merced de una horda.
Apresadas
ellas pudieron entrar a la casa y se adueñaron de todo: habían caído en la
trampa.
-¿Qué
nos espera?, ¿a dónde nos llevaran?, ¿qué nos harán?- Se preguntaban ellas,
mientras las conducían al mismo cuarto donde yo estaba.
Irma
sonrió al verme y dijo con su voz suave y tierna
-
“Pequeño Tohui.”- Yo salté de gusto, salté hasta sus brazos, salté y moví la
cola.
Estábamos
juntos de nuevo, encerrados, pero juntos.
Las
primeras noches nos dieron de comer pan remojado. Conforme pasaron más días nos
fueron alimentando con los restos viejos de vísceras insípidas, descoloridas y
tratábamos de adivinar a cuál de todos los animales que conocíamos le habían
pertenecido. A la tercera semana vinieron por mi abuelita, de alguna manera
quedamos huérfanos, y por alguna razón sabíamos que en cualquier momento
vendrían por nosotros. El origen de las vísceras se nos reveló a las dos
semanas. Irma corrió la misma suerte que su madre, apenas alcanzó a tocarme y
supe que no regresaría. Han pasado dos semanas desde entonces. Con temor sé que
esta noche vienen por mí, los he escuchado llamarme, los he escuchado
susurrarme:
-“Perrito,
perrito, perrito ven, ven, ven conmigo, perrito…”-
II
Aparicio
No
volvimos a tocar el tema de los hijos. Después de esa pelea, para aquel hombre,
yo era una enferma mental. Me quedó claro que él nunca querría tener hijos
conmigo pero tuve miedo de dejarlo, después de ocho años de casados nos quedaba
la costumbre y… Además -¿Qué haría yo sin él?- En el pueblo ninguna mujer se
separa, eso es, además de insultar a su familia
propia, la injuria contra la familia del hombre con quien una se casa. No tenía
valor para irme y no me iría o no en ese momento.
Me
pareció normal dejar de hablar de esas cosas, de eso, de eso, de… los hijos, aún
cuando los escuincles seguían creciendo en mi mente. Cada mes veía en mis
pechos el regazo perfecto para un chiquillo, concebía el abultamiento de mi panza.
Tenía vómitos y nauseas, se intensificaban los olores, en otras palabras:
sentía las mismas cosas que sienten las mujeres de mí pueblo cuando están embarazadas.
Los
meses me fueron comiendo y los años pronto llegaron. Mi vientre estaba llegando
a su madurez, dentro de poco no habría sitio para nada, para nadie, -¡Ni un
fríjol podrá crecer aquí!- pensaba algunos días, otros días y sin mucho
esfuerzo volvían a tener los mareos, los antojos y claro que, los síntomas,
pronto se iban. Pero a mis treinta años y con la vejez encima, las cosas
estaban cambiando: a veces me brotaba leche de mi pecho.
–
¡Dios santísimo, un milagro!- decían las mujeres de mi pueblo que me pagaban
por amamantar a sus hijos.
No
tenía el valor para pedirle al mismo Dios santísimo más milagros, aunque de vez
en vez me acordaba de la santísima Virgen. Al mismo tiempo me ponía triste de ver
como la cara de mi esposo irradiaba luz cada vez que uno de sus sobrinos lo
abordaba con preguntas –Tío, ¿verdad que las arañas tienen ocho patas?, tío,
¿verdad que las mariposas son de muchos colores?-, -Esa es mi sangre-
contestaba. De tanto oír la frase: “es mi sangre”, me fue quedando claro que yo
no era ni sería nunca “su sangre”.
-¿Qué
se sentiría ser parte de una familia?, ¿cómo serán las gentes de otros lugares?-
Vacilaba
yo con esas tontas preguntas en los días de invierno. Me había hecho a la idea
de que para mí, el hombre con quien me había casado y su familia era mi única
parentela, en mi pueblo las mujeres dejan de ser parte de su casa cuando se matrimonian
y pasan entonces a ser de la otra casa, la del marido. Aunque esa sea una
verdad a medias, porque en realidad no eres parte de esa parentela hasta que no
tienes un hijo que selle el compromiso.
En
las noches solía, antes de acostarme, tirarme en el pasto a mirar el cielo. Ya
casi terminaba el año cuando miré a las estrellas, parecían cocuyos danzantes y
sin pensarlo pedí un deseo: ser la madre más feliz del mundo. Estaba tan
preocupada por ser progenitora que ni cuenta me di cómo llegó a nuestra casa
aquella canasta, escuché de inmediato un llanto, corrí a la puerta y olvidé
todo. Estaba ante mí: era tan pequeño, tan indefenso, tan inocente que apenas y
podía abrir sus ojos. Lo tomé entre mis brazos y como un portento brotó leche
de mi seno, sin pensarlo lo acerqué a mi pecho lentamente hasta que su pequeña
lengua tocó el pezón lleno de leche. Nunca olvidaré esa sensación, lo miré a
los ojos y le llamé Aparicio, después de todo no podía ser de otra manera.
Al
siguiente día mi marido despertó enojado, bajó al comedor, se sentó a esperar
el desayuno mientras yo me apuraba con los huevos y la leche, él golpeó la mesa
y soltó un grito:
–Ayer
mientras tú mirabas las estrellas, el hijo de los vecinos lloró toda la noche. -Pobrecito,
a lo mejor estaba enfermo.- Contesté mientras le servía café.
Durante
las mañanas, y hasta el medio día, mi marido trabajaba en la milpa, que estaba
lejos de la casa. Jamás se dio cuenta de la llegada de Aparicio, tampoco
pregunto la razón de mi cambio de ánimo. En el pueblo me veían feliz, radiante,
preguntaban tantas veces que era lo que me tenía tan feliz que me mordía los
labios contarles cómo me convertí en madre, prefería callar antes que todos
conspiraran y se llevaran a mi hijo.
Cada
noche asistía a la cabaña y me dedicaba a amamantar a mi chiquito, me las
ingeniaba para que Aparicio no hiciera ruido, busqué un trapo que tuviera mi
olor para hacerle creer l que estaba allí. Las primeras semanas que lo amamanté
solía llorar de alegría y como al mes mis lágrimas eran de dolor porque los
dientitos de mi milagrito iban saliendo.
En
esos mismos días mi marido había comenzado a tener deseos hacía mí, yo sufría cada
vez que rozaba mis pechos temía que pudiera descubrir las huellas de estar amamantando
a mi Aparicio, aunque creo que él ya comenzaba a sospechar. Aparenté estar
cansada todas las noches. Durante un mes funcionó hasta que esa noche fue él
quien fingió dormir para esperar a que yo fuera al establo y entonces me
sorprendió, vio cómo poco a poco me acercaba y abría los botones de mi ropa
hasta que mi chiquillo tocaba con su hocico mi pecho.
-¡Lo
sabía, eres una loca! Ahora verás lo que te hago ¡vieja loca!-
La crianza de Jabalí, Premio Rey de España. |
Cuando
desperté estaba yo del otro lado, en el otro pueblo, con otras gentes. Tirada
en la tierra me miraban y murmuraban quedito –Ya viste. Esa no es de aquí, la
trajo el río.- Como si yo fuera un bicho raro se fueron acercando. Estaba a
punto de gritar “Aparicio” cuando lo vi a lo lejos mover la cola entre los
niños.
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