Rarámuris y odamis: lo nuevo de la añeja resistencia
De: Víctor M. Quintana
En: http://www.jornada.unam.mx/2013/03/15/opinion/027a2pol
Aquienes quieren
refundirlos en la sierra, las comunidades rarámuris y odamis les
responden yendo a bailar a Chihuahua y a denunciar a Wahington. Ayer,
jueves 14, un grupo de cuatro indígenas, dos hombres y dos mujeres, en
representación de las comunidades de Huitosachi, Bakajípare y Mogótavo,
del municipio de Urique, así como Choreachi, Coloradas de la Virgen y
Mala Noche, del municipio de Guadalupe y Calvo, compareció ante la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar la falta de
reconocimiento jurídico de sus comunidades, que provoca que sean
excluidas de las decisiones y del acceso a los recursos naturales del
lugar que han habitado desde tiempos ancestrales.
Antes, el primero de marzo los rarámuris de Bakéachi cultivaron la
memoria haciéndose presentes en la ciudad de Chihuahua. Ese día, hace 85
años, el gobierno federal les otorgó el reconocimiento jurídico como
comunidad. El mismo día, pero en 2010, fue asesinado Ernesto Rábago,
asesor de la comunidad, junto con su compañera, la abogada Estela
Ángeles Mondragón, y todo el equipo de la asociación Bowerasa.
Los bakéachis, a diferencia de las comunidades que comparecieron en
Wahington, sí son reconocidos como comunidad, pero de poco les ha
valido. Desde los años 20 del siglo pasado contaban ya los periódicos de
sus revueltas por defender su tierra. Les incrustaron mestizos en ella,
quienes incluso construyeron viviendas y corrales en la zona sagrada de
sus fiestas. Los ganaderos de Nonoava les fueron llenando de reses sus
pastizales y sus precarios bosques. Pero nunca se dejaron los bakéachis;
gastaron lo que no tenían en viajes a Chihuahua y a México, en trámites
que sólo su paciencia telúrica puede aguantar. Pero desde los años 90
–ya lo hemos contado en este espacio– reforzaron su lucha con el apoyo
de Estela, Ernesto y los padres de la misión de Carichí. Ganaron 23
juicios agrarios y lograron la recuperación de 11 mil hectáreas y el
raleo del ganado invasor. Los bakéachis y sus asesores resistieron
solitarios muchos años, pero van dos primeros de marzo que vienen a
acompañarlos los de Wawatzérare-Bakuséachi, los de Chinéachi, los de
Narárachi (el lugar donde lloraron los apaches), del municipio de
Carichí. Participan en la misa presidida por el obispo de la Tarahumara y
los padres solidarios con ellos, cantan, oran y bailan juntos en el
templo y en la plaza, frente al palacio de gobierno.
Mucho más complicada es la situación para las comunidades en pie de
los municipios de Urique y Guadalupe y Calvo. Al negarles su
reconocimiento como tales les niegan también su derecho a decidir sobre
el destino de sus territorios, de su bosque, de sus recursos naturales.
Los talabosques, las empresas turísticas y mineras, vienen a explotar
sus recursos y a contaminarles su medio ambiente. Además de esto exponen
en Wahington sus demandas que tiene que ver con servicios de salud
deficientes o nulos, falta de acceso al agua para el servicio doméstico y
el consumo humano, falta de escuelas adecuadas a la cultura de las
comunidades, contaminación a causa de basura que desechan los hoteles,
así como los que desecha el turismo, principalmente en el proyecto del
Divisadero. Los apoyan las organizaciones no gubernamentales Consultoría
Técnica Comunitaria, Alianza Sierra Madre y Tierra Nativa.
Así como la indignación se fue contagiando por todos los
países que clamaban por democracia en el norte de África, o entre los
jóvenes que denunciaban el desastre social provocado por el capitalismo
financiero, lo mismo en la plaza Tahrir que en Madrid o en Wall Street,
la justa rabia indígena se va contagiando de comunidad en comunidad. Es
este caminar lo que ha conquistado a otras comunidades indígenas o, como
diría Manuel Castells, lo que ha ido generando en esta sierra nuevas
redes de resistencia y cambio social.
Si a estas comunidades el capitalismo de todas las fases les ha
negado la movilidad social, mínimo logro de las democracias
occidentales, ellas se han procurado, como señala Zygmunt Bauman, la
movilidad de las identidades. La identidad que otros les asignaron de
excluidos, discriminados, resignados, comunidades como las de Bakéachi,
Coloradas de la Virgen o Mogotavo las han dejado atrás, para darse ellos
mismos una nueva identidad de indignados, de sujetos, de gentes que se
ponen en camino (Bowerasa). Por eso contagian, convocan. Cuando ellos se
ponen de pie y echan a andar suscitan adhesiones a esa nueva identidad,
su fuerza hace la unión. La nueva identidad la construyen reafirmando
sus derechos. Y es una identidad que estorba, que molesta.
Así como los jóvenes indignados han combinado su activismo en las
redes sociales con la construcción de un nuevo espacio público, físico,
en los lugares públicos que ocupan por todo el mundo, así las
comunidades indígenas que luchan por defender su tierra, su territorio,
sus recursos contra ganaderos, contra trasnacionales mineras, contra
compañías de energía eólica, van construyendo también un nuevo espacio
público con sus luchas. Está, por una parte, en sus cerros, en sus
barrancas, en sus desiertos y en sus montes; pero también en las plazas,
en las calles, en las carreteras, en las planas de los periódicos y en
los bites en donde difunden su identidad reconstruida, tan vieja y tan
nueva al mismo tiempo. Su decisión indeclinable de ser sujetos y nunca
más objetos.
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