El corazón silencioso de los pies



Careli López-Falfán


José Valenzuela corrió toda la noche, quizá también de madrugada. No había certeza de aquella afirmación. Olía a gas en todo el cuarto. En la calle los vecinos no paraban de hablar, daban testimonios encontrados; incluso afirmaron haberlo escuchado gritar: ¡La Justicia! Coleccionaba recortes de periódico, todos suyos, él sonriente, él lleno de luz, él corriendo, él tocando el cielo treinta años más joven. “Un Lince”, decían los diarios locales. En el fondo su envejecido corazón no descansaba. Su presente le recriminaba un pasado que no podía olvidar: aquel 24 de junio. 
-¡Pudo ser mi mejor año!- intentando convencer a todo aquel que pasaba por su casa. En su memoria no había espacio para los pequeños triunfos. Vacilaba con las metas que cruzó en competencias menores; había calificado para la carrera más importante del 70, Boston. Todos conocerían su nombre, sabrían de sus hazañas y hasta el presidente lo saludaría y después… las olimpiadas, para él no había imposibles. El resultado nunca lo dejó satisfecho, volvió a entrenar con disciplina, pero el tiempo juega a ser tan relativo que olvida detenerse. -¡Mi destino!- Gritaba por las calles mientras su desgastado tenis tomaba impulso en los pavimentos. La artritis lo tomó preso; se le engarrotaban uno a uno los huesos, pero como todo ser temeroso domesticó el dolor con alcohol. El anestésico no logró borrar de su cabeza los segundos, el viento, sus pies estallando en el asfalto, el coraje, la carretera doblegando sus talones, los pasos, una estaca de dolor, su cuerpo menudo convertido en un caldo, el corazón sin parar, la presión, los pulmones como cráteres a punto de erupción, la mirada consumida… Sus ojos cansados crearon ilusiones ópticas, su antiguo oponente que parecía una sombra en su cabeza, se manifestó esa noche en la pista:
¡Maldito cronometro!

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